jueves, 21 de abril de 2016

Pere Portabella y la Escuela de Barcelona. Una relación esquiva


La Escuela de Barcelona fue un movimiento cinematográfico surgido a principios de los años 60. Su rasgo más característico fue una voluntad de innovación formal, caracterizada por el intento de asimilar los rasgos estilísticos de la Nouvelle Vague, el Free Cinema o el underground americano, pero también el estilo de la moda, la publicidad y la música pop. Uno de sus aspectos más visibles era el uso de modelos (provenientes del mundo de la publicidad), en lugar de actrices. Sus musas: Romy, Serena Vergano o Teresa Gimpera, de aspecto "europeo", aportaban un aire de sofisticación y elegancia que contrastaba con el estilo más tradicional (tanto en su vertiente folklórica como realista) de la producción española de aquellos años. Los temas que trataban a menudo tenían que ver con preocupaciones personales, ligadas a la necesidad de encontrar un estilo de vida libre e intenso. Este anhelo, que inevitablemente se confontaba al clima moralizante, tradicionalista y represivo de la sociedad franquista, raramente se traducía en actitudes abiertamente políticas. Y, cuando las situaciones sociales, identitarias o ideológicas aparecían, lo hacían de forma superficial y anecdótica. Con algunas excepciones, el núcleo de la Escuela de Barcelona estaba constituido por jovenes de la burguesía catalana, asociados a lo que se conoció desde entonces como Gauche Divine, un término acuñado por Joan de Segarra. Conseguían de su círculo social los recursos para realizar un cine que nació, al menos al principio, al margen de la industria, con cierto espíritu cooperativista y voluntad de ser underground y rupturista. Sus producciones combinaban profesionales con experiencia en la industria con autodidactas entusiastas, así como personajes provenientes de otros ámbitos (fundamentalmente la publicidad, pero también la arquitectura o la fotografía).






A pesar de que en tiempos recientes, la Escuela de Barcelona ha sido reivindicada como un “movimiento inclasificable e irrepetible” [1], lo cierto es que este recibió críticas desde el principio. Desde las páginas de Nuestro Cine, la publicación que defendía el Nuevo Cine Español, contra el que la Escuela de Barcelona se posicionaba, escribían sobre esta: “no es necesario que sigan haciendo cine, pues las composiciones estéticas de chicas monas, viradas en colorines y con letreros “Carnaby Street”, tienen su marco más adecuado en revistas como Elle, Mademoiselle âge tendre, Salut les copains o sus equivalentes hispanas” [2]. Y alguien relativamente cercano a la Gauche Divine como era el escritor Manuel Vázquez Montalbán sentenciaba en una entrevista en 1978: “Los únicos fans incondicionales de aquellas películas fueron los familiares de los directores de esas películas; que por otra parte eran los que las habían financiado” [3].

Pero algunas de las críticas más duras a este movimiento provienen de alguien que estuvo vinculado con la Escuela de Barcelona, aunque fuera de manera esquiva. Para Pere Portabella, las películas que se realizaron en su seno “estaban marcadas por un elevadísimo grado de colonización cultural que las desproveía de cualquier sentido crítico, totalmente alejado de nuestra realidad” [4].

El primer contacto profesional entre Pere Portabella y las personas que terminarían integrando la denominada Escuela de Barcelona se produjo en 1962. En aquella época, Portabella tenía ya una notable experiencia como productor. Con su productora, Films 59, había participado en algunas de las películas más destacadas del Nuevo Cine Español, como Los Golfos (1959) y El pisito (1959). Pero su intervención más destacada había sido la coproducción de Viridiana (1961), el sonado retorno de Buñuel a España. La proyección de esta película en el Festival de Cannes de 1960 y su escandalizado recibimiento por parte de L'Osservatore Romano, el periódico oficial del Vaticano, habían desatado una verdadera tormenta en el régimen franquista, que había iniciado tímidos y calculados movimientos de apertura para acercarse a Europa y superar el aislamiento de los años de la Autarquía, un modelo económico que había fracasado. Para Portabella, esta operación de sabotaje cultural supuso tener que cerrar su empresa. Sin embargo, regresó a Barcelona con la intención de seguir dedicándose al cine, aunque la situación allí fuera bastante distinta que en Madrid.

La apertura del régimen se había concretado, en el caso del cine, en el nombramiento por parte de Manuel Fraga Iribarne (Ministro de Información y Turismo) de José María García Escudero como Director General de Cinematografía. Situado en el sector más liberal del régimen, este funcionario realizó una serie de importantes reformas [5], que tenían entre sus principales objetivos el desarrollo del proyecto del Nuevo Cine Español, "diseñado a imagen y semejanza de los entonces emergentes nuevos cines europeos"[6]. Este proyecto, sin embargo, no estaba en un primer momento concebido para el caso de Barcelona, que, pese a contar con una industria cinematográfica relativamente estable, quedaba sin la protección para la realización de un cine distinto al cine de género habitual. Sin embargo, una tradición de vanguardia que, pese a la dictadura, había mantenido una cierta continuidad desde los días de la República, unida a las prácticas de mecenazgo desarrolladas por la burguesía más sensible a las cuestiones identitarias [7], permitieron imaginar un modelo de producción alternativo, que se convertiría en la Escuela de Barcelona.

Este modelo de autogestión, cooperativismo y mecenazgo privado, se fraguó en las noches de los locales nocturnos que habían aparecido como una especie de bolsas de oxígeno para los jóvenes de clase alta. Bocaccio, The Pub, La Cova del Drac. Estos locales, muchos de los cuales aparecerían en distintas películas de la Escuela de Barcelona, remitían a referentes Europeos (sobre todo ingleses y franceses). Eran el hábitat natural de la Gauche Divine y en ellos se podían dar cita fotógrafos, creativos publicitarios, modelos, arquitectos y gente guapa en general. En este ambiente fue donde Pere Portabella entró en contacto con Jacinto Esteva, un joven de clase alta apasionado por el cine, y que formaría parte del núcleo de la Escuela de Barcelona.

Fruto de esta colaboración surgirían el cortometraje Alrededor de las salinas (1962) y el largometraje Lejos de los árboles (1963). Este último retrata costumbres populares de toda España. Lo arcaico de las prácticas, unido a una mirada que combina el documental con el surrealismo y que nos recuerda tanto al Buñuel de Las Hurdes. Tierras sin pan (1933) como al Jean Rouch de Les maîtres fous (1955), ofrecen una visión atávica, brutal y salvaje del país. A esto hay que sumarle el uso del sonido, que a menudo ironiza o subvierte el significado de las imágenes, una práctica que anticipa el uso del componente sonoro que hará Portabella en sus films.

En los años sucesivos se van siguiendo los debuts cinematográficos de los directores que se contarán dentro de la órbita de la Escuela de Barcelona: Vicente Aranda (Brillante porvenir, 1963, co-dirgida con Román Gubern; Fata Morgana, 1965), Jaime Camino (Los felices sesenta, 1963), Carlos Duran (Raimon, 1965), Jorge Grau (Acteón, 1965), José Maria Nunes (Noche de vino tinto, 1966), Gonzalo Suárez (Ditirambo vela por nosotros, 1966; El horrible ser nunca visto, 1966) o Ricardo Bofill (Circles, 1966).

Ante la constatación de esta incipiente escena en la ciudad, el núcleo duro de la Escuela de Barcelona (integrado por gente como Bofill, Durán, Esteva, Jordá, Nunes, Aranda, el director de fotografia Juan Amorós, la actriz Serena Vergano o el productor madrileño Muñoz Suay) decidió acuñar esta nueva etiqueta, fundamentalmente como una herramienta propagandística, a imitación de la Escuela de Nueva York. Pero en la elección de este sello también pesó la reivindicación de un cosmopolitismo que no se identificaba con la identidad catalana y que quería evitar la denominación de Nuevo Cine Catalán que había aparecido tímidamente en la prensa [8].

Vemos que, desde un principio, el objetivo fundamental de la Escuela de Barcelona se concentraba en hacerse un hueco en la industria cinematográfica. Esta actitud se alejaba de la de Portabella, para quien, además de una forma de expresión, el cine era un medio de lucha política; una lucha con la que se encontraba profundamente comprometido, tanto en lo referente al restablecimiento de la democracia como a las reivindicaciones nacionales de Cataluña. El mismo año 1966, por ejemplo, mientras se gestaba la "marca" de la Escuela de Barcelona, Portabella participaba en el encierro en el convento de los Capuchinos de Sarriá, lo que se conocería como la Capuchinada. Como resultado de este acto de protesta, que se alargó durante tres días, se creó la Taula Rodona, una plataforma política que aglutinaba todas las fuerzas antifranquistas catalanas, incluyendo a los comunistas del PSUC y los independentistas del FNC. Portabella se integró en esta organización de forma activa (llegó a convertirse en moderador y hospedó reuniones en su propia casa), lo que supuso una implicación total en la lucha antifranquista, una lucha que no se desvincula del cine. “Es difícil continuar manteniendo una práctica artística aislada de las otras prácticas y responsabilidades sociales” [9], declara.

Tampoco los referentes del grupo de la Escuela de Barcelona eran los mismos. Si éstos habían llegado al cine a través del propio cine (aunque fuera el cine de la Nouvelle Vague, el Free Cinema o la Escuela de Nueva York), Portabella lo había hecho a través de la vanguardia. A pesar de frecuentar también los ambientes de la Gauche Divine, la gente de Portabella eran Antoni Tàpies, Pere Gimferrer, Antonio Saura, Miró y, por encima de todo, Joan Brossa y Carles Santos, cuya colaboración sería fundamental en la primera etapa de Portabella como director, una etapa que, a pesar de todas las diferencias que hemos visto, transcurriría aún vinculada a la Escuela de Barcelona.

En 1967 surgió la idea de hacer un proyecto colectivo, en el que invitaron a participar a Pere Portabella. Tal vez atraído por el espíritu cooperativo y por la voluntad de experimentación formal, además de por su amistad con Jacinto Esteva, en un primer momento aceptó participar. Se trataba de una película de episodios que debía servir como carta de presentación y como herramienta publicitaria de la Escuela de Barcelona y de sus integrantes. Este proyecto terminó convirtiéndose en la película Dante no es únicamente severo (1967). Pese a las buenas intenciones iniciales, las desavenencias entre los distintos participantes hicieron que únicamente se incluyeran los episodios dirigidos por Jacinto Esteva y Joaquim Jordá. En el caso de Portabella, los desencuentros surgieron, además de por los distintos enfoques sobre el papel y la forma del cine, de la dificultad de encontrar un equipo creativo que no estuviera afectado por lo que él llamaba "el problema del cine": la excesiva sumisión a la tradición técnica y formal del cine, que impedía la experimentación y que le llevaría a relacionarse con personas provenientes de otras disciplinas artísticas. Sin embargo, la propuesta no fue en balde, puesto que de aquí salió la que sería su debut como director: No contéis con los dedos (No compteu amb els dits, 1967).

Este mediometraje, realizado en colaboración con Joan Brossa, denota una fuerte influencia del poeta. La película toma de Brossa el gusto por los discursos no narrativos (como el circo o el vaudevil), su interés por visibilizar el discurso como tal, su peculiar sentido del humor, sus poemas visuales. La película está concebida a imitación de los bloques publicitarios que habitualmente se proyectaban al principio de una sesión cinematográfica. Se trata de una serie de situaciones, sin aparente continuidad ni coherencia formal. Encontramos secuencias en color y en blanco y negro, escenas en las que el diálogo aparece escrito en pantalla o diferencias importantes en el tratamiento del ritmo y el tiempo. Muchas de ellas recurren a técnicas publicitarias como el uso enfático, y a menudo asertivo, de la voz en off, el uso de modelos, de localizaciones con glamour o la aparición de cortinillas de montaje y elementos gráficos para separar los distintos bloques. Sin embargo, la percepción de estas situaciones resulta ciertamente inquietante. Parte de esta angustia proviene de las propias situaciones (un hombre trata de esconderse en una planta embotelladora de refrescos; el afeitado de un capellán se nos describe con excesiva minuciosidad; un hombre trata de alcanzar el mando de su ducha, pero lo hace con una enervante lentitud), pero el efecto se acentúa de forma fundamental a través del sonido. De forma mucho más elaborada que en Lejos de los árboles, Portabella despliega aquí una extensa paleta de recursos para subvertir las imágenes a través de la banda sonora: la música de Mestres Quadreny (interpretada al piano por Carles Santos), las atmósferas sonoras, los ruidos que se convierten en piezas de música concreta, voces en off que no se corresponden con la imágenes, pero que les confieren un nuevo sentido (una disquisición sobre la posición de las estrellas, mientras vemos un huevo que se rompe).

En su primera película, Portabella consigue crear una obra inquietante e intrigante, de sentido furtivo y de una gran potencia visual, que pide sucesivos visionados para comprender los sentidos potenciales escondidos en sus imágenes. Además de la crítica y alteración del discurso cinematográfico, encontramos un fuerte cuestionamiento del supuesto bienestar que pretende vender la España del desarrollismo. Estamos aquí en las antípodas de la propuesta del Nuevo Cine Español: nada de realismo, ni una imagen de las clases populares. Pero también con un discurso y unos planteamientos muy distintos a los de la Escuela de Barcelona. Su crítica es mucho más aguda. Y su experimentación, que entronca, a través de Brossa, con las vanguardias de postguerra, pero que también establece vínculos con lo que está haciendo Godard o lo que está teorizando Deleuze en ese momento, se desvincula del formalismo de sus coeatáneos barceloneses para adentrarse en terrenos mucho más conceptuales.

No contéis con los dedos contiene, en buena medida, muchos de los recursos que se encontrarán en sus siguientes películas, muy especialmente en Nocturno 29 (Nocturn 29, 1968) y Umbracle (1971), que guardan también algunas relaciones entre sí, como el deambuleo por la ciudad de un protagonista (Lucía Bosé, en el primer caso; Christopher Lee, en el segundo) que enlaza las distintas situaciones que se van sucediendo. Nocturno 29 es, quizás, la más narrativa de las tres películas, si bien esta narración debe entenderse de forma extremadamente débil. El deambular del personaje interpretado por Lucía Bosé, una mujer de clase alta que parece estar constantemente buscando algo, se intercala con escenas en las que vemos a quien parece ser su marido (Mario Cabré, que ya aparecía en No contéis con los dedos). Al final de la película ambos se encuentran y mantienen un diálogo de frases a menudo inconexas que pone en evidencia la distancia que media entre ellos. Sin embargo, esta leve narración, que en ningún caso se rige por la causalidad, se ve a menudo truncada por otras situaciones ajenas a los dos protagonistas: una pareja hippie retoza en la playa con una libertad que contrasta con el rígido mundo de la mujer burguesa protagonista; el actor Luis Ciges entra en un bar y se ve a sí mismo en la televisión; un grupo de hombres y mujeres de clase alta rebuscan bajo las mesas del jardín de la casa club de un campo de golf mientras suena una música ligera, una mujer encuentra una pluma bajo una mesa y un hombre cacarea como un gallo.

Umbracle, por su parte, es quizá la más libre y más lograda entre esta tríada de películas formadas por episodios y una narración conducida por lo que podemos describir como asociación libre. Esta película, realizada como todas las anteriores en colaboración con Joan Brossa (será la última vez que colaboran), despliega una multitud mayor de recursos y un trabajo aún más sofisticado en la banda de sonido realizada ya directamente por el propio Carles Santos. Un teléfono suena insistentemente mientras el turista interpretado por Christopher Lee contempla atónito cómo un hombre es secuestrado a plena luz del día. Se introducen entrevistas con los historiadores cinematográficos Miquel Porter Moix, Román Gubern (que realiza una minuciosa crítica al tactismo que se esconde tras la apertura franquista, mientras ojea el Código de Censura y comenta algunos de sus artículos), Miguel Bilbatúa y Joan Enric Lahosa. Una pareja mantiene una conversación mientras escuchamos unos desesperados golpes en una puerta. Se utilizan imágenes de El frente infinito (1959), una película sobre un capellán del ejército de Franco en el frente de la Guerra Civil; la recontextualización de las imagenes subvierte su contenido. Y se progresa en la deconstrucción del discurso cinematográfico, añadiendo una capa más, esta vez cuestionando la figura del actor y del star–system. Christopher Lee canta sobre un escenario y, al terminar, Portabella sigue rodando. Christopher Lee, desconcertado pregunta “¿Por qué sigue rodando? Usted dijo que cuando acabara de cantar, cortaría”. Portabella se compadece de él y grita "Cut!". Pocas veces se ha mostrado con tan poco la fragilidad del actor.

Esta última escena es, como el desarrollo en la sofisticación del uso del sonido, consecuencia directa de Cuadecuc Vampir (1970), película que, si bien se aleja en su dispositivo de la línea iniciada en No contéis con los dedos, ahonda en la deconstrucción y el cuestionamiento del discurso fílmico. El film, que vampiriza el rodaje de El conde Drácula (Jess Franco, 1970), consigue crear una absorbente atmósfera, además de mostrar la fragilidad con la que se construye y se destruye la ilusión de la narración cinematográfica.

Mientras Portabella ahondaba en su búsqueda de un discurso que fuera vanguardista y, a la vez, significativo políticamente, los impulsores de la Escuela de Barcelona seguían trabajando en la promoción de su cine, lo cual les llevaba a menudo a seguir sin interesarse por lo que ocurría en el país.

Un buen ejemplo de esta actitud es Tuset Street (Luis Marquina, 1968). Realizada el mismo año que Nocturn 29, su planteamiento no puede ser más lejano. Realizada como un intento de convertir en comercial la Escuela de Barcelona y de vender el ambiente de la Gauche Divine, el film parece inspirarse en las películas pop de Richard Lester para convertir Barcelona en un escenario beat. La historia, siguiendo el esquema de Romeo y Julieta, contrapone el amor de Jordi, miembro de pleno derecho de la Gauche Divine y Violeta (interpretada por Sara Montiel), una cantante de El Molino representante de la Barcelona popular. Los ambientes de moda (Bocaccio, The Pub, La Cova del Drac), los pisos decorados a la última y electrificados hasta en sus puertas, algunos referentes dispersos aquí y allá y las revistas de moda, contrastan con el mundo de los tablaos, las cupletistas y hasta un cameo de Alfredo Landa lanzando piropos soeces a Sara Montiel sobre el escenario de El Molino. La película, como ejercicio de glamour, es totalmente fallida y su éxito comercial fue escaso. Sin embargo es muy sintomática de las limitaciones de la actitud de la Gauche Divine (y por extensión, de la Escuela de Barcelona). Al final de la película el protagonista, Jordi, dolido por el fracaso de su amor imposible con Violeta y hastiado por la imposibilidad de convertir la calle Tuset en lo que ve en las revistas de moda que llegan de Europa, exclama a modo de provocación: “¡Viva la calle Robadors!” La calle Robadors era el corazón del Barrio Chino de Barcelona (y hoy sigue siendo su último vestigio). En este brindis al sol queda toda la autocrítica hacia su clase y el sistema que la sustenta. Las clases populares no aparecen más que pintorescamente encarnadas en la cupletista y el público de los tablaos y los cabarets. Las identidad catalana solo aparece anecdóticamente, reducida a un simple regionalismo folklórico, a través de los nombres de algunos personajes, de una canción cantada en catalán o de la aparición de una sardana bailada en la Plaza Mayor de Vic (Sara Montiel la contempla desde una ventana, cubierta únicamente por una sábana, después de hacer el amor con Jordi).

Pero hay una trama secundaria en la película que es interesante para entender lo que, finalmente, precipitó para Portabella un alejamiento definitivo de la Escuela de Barcelona. Para llevar a cabo su visión de convertir la calle Tuset en un pedacito del Swinging London, Jordi necesita la colaboración de un funcionario franquista del Ayuntamiento. Para ello no dudará en cortejarlo y adularlo. Incluso está dispuesto a ceder plantando los árboles que quiere el funcionario con el fin de tenerlo contento y gozar de su favor para llevar a cabo el proyecto. El funcionario aparece como un hombre caprichoso y receptivo a la corrupción. Tal vez no sea alguien que nos caiga simpático, pero es, sin duda, alguien con quien hay que llevarse bien.

Cabe preguntarse si Muñoz Suay, productor de Tuset Street, y los chicos de la Escuela de Barcelona que participan en el proyecto, estaban recordando el viaje que habían hecho el verano anterior (1967) a Madrid para reunirse con José María García Escudero. Gracias a esos contactos, se llegó a un compromiso según el cual la censura sería más laxa con las producciones de la Escuela en lo relacionado con la moral (fundamentalmente, la moral sexual) y las experimentaciones formales, siempre y cuando los miembros de la Escuela renunciaran a tocar temas políticos o sociales que pudieran resultar incómodos para el régimen (por ejemplo, se les pidió que no salieran obreros en sus películas, a lo que Jordá replicaba que "nosotros no pensábamos hacer salir obreros en nuestras películas y esa era una petición bastante absurda.” [10] ) .

Portabella, que fue invitado a participar en estas reuniones, declinó la oferta, argumentando que “su compromiso político (...) le impedía participar en una reunión en la cual, sin lugar a dudas, García Escudero propondría algún tipo de pacto que él no estaba dispuesto a aceptar” [11]. Pero a lo que realmente estaba renunciando Portabella es a lo que entonces se conocía como el “posibilismo”, es decir, la actitud según la cual sólo se podía realizar un cine “dentro de los límites de lo “posible” impuestos tanto por la censura directa de la Administración como por la censura indirecta operada por las empresas de producción y distribución”, además de por “la autocensura ejercida por los propios creadores, entendida como la mutilación de sus ideas en la fase misma de gestación” [12].

La única salida a esta situación era el camino de la marginación voluntaria. A partir de Cuadecuc Vampir sus películas se realizan de forma totalmente extraoficial y autofinanciada, sin esperar a recibir un permiso de rodaje. Es por eso que sus películas no pasan la censura y que Román Gubern puede aparecer en una de ellas criticando abiertamente esta institución. Y hacerlo, además, bajo un enorme póster de Lenin. Es por eso que sus películas son, a pesar de todas las restricciones, verdaderamente libres.

A finales de los años 60 y principios de los años 70 el concepto de Escuela de Barcelona se ha ido desinflando como gancho comercial. Además, en ese momento el régimen hace un viraje y, sintiendo que no puede controlar el tímido proceso de apertura que ha iniciado, retorna a posturas más represivas que se intensificaran con los últimos coletazos del franquismo. En el caso del cine, este cambio se traduce en el cese de José María García Escudero. Con él se va también la relativa protección que habían conseguido las producciones de la Escuela de Barcelona y una de sus películas, Liberxina 90 (Carlos Durán, 1970), es censurada. Algunos de sus integrantes (como Carlos Durán o Jacinto Esteva) abandonarán el cine, mientras que otros (como es el caso de Vicente Aranda, Gonzalo Suárez o Jaime Camino) se integrarán en las filas de la industria.

Portabella, por su parte, que ya hace un tiempo que busca su propio camino, encuentra otras vías para su cine, como las colaboraciones con el mundo del arte. Destaca la serie sobre Miró para la exposición organizada por el Colegio de Arquitectos: Aidez l'Espagne (1969), Miró l'altre (1969). O para la Fundación Maeght: Miró-Forja (1973), Miró-Tapís (1973).

Además, su compromiso político se traslada completamente al cine. En un paso similar al que realiza Godard tras el Mayo del 68, su cine se pone completamente al servicio del movimiento revolucionario. En esa época inicia una serie de films militantes, entre los que destacan: Poetes catalans (1970), Cantants 1972 (1972) o El sopar (1974). Esta línea culminará, en un terreno ya completamente alejado de la Escuela de Barcelona, con Informe general sobre algunas cuestiones de interés para una proyección pública (1976), película clave para entender, más allá del discurso oficial, el período histórico que hoy conocemos como Transición. Tras la llegada de la democracia, tendrán que pasar 13 largos años para que Portabella vuelva dirigir un largometraje.


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[1]RIAMBAU, E.; TORREIRO, C. La Escuela de Barcelona: el cine de la “gauche divine”. 1999. Barcelona. Anagrama. p.30.
[2]Op. Cit. P. 191.
[3]Memorias del cine español. El nuevo cine español (Diego Galán, 1978).
[4]FANÉS, F. Pere Portabella. Avantguarda, cinema, política. 2008. Barcelona: Raval Edicions p. 25.
[5]Se instauraron las Nuevas Normas de Censura Cinematográfica (que marcaban un terreno de juego para los cineastas; una ventaja comparativa respecto a la arbitrariedad del sistema anterior), se racionalizaron las ayudas (vinculándolas a un porcentaje de taquilla; lo cual restringía la corrupción del sistema anterior), se reconvirtió el Instituto de Investigaciones Cinematográficas en la Escuela Oficial de Cine (que sería el principal granero del Nuevo Cine Español) y se creó la categoría de Interés Especial (una ayuda directa, no condicionada por la taquilla, para aquella películas de alto valor artístico pero escasa viabilidad comercial; en la práctica, películas de prestigio destinadas a mejorar la imagen de España en el exterior, pero que en el interior únicamente se exhibían en las salas de Arte y Ensayo, con lo que el impacto crítico que pudieran aún contener, después de pasar la censura, quedaba muy restringido).
[6]RIAMBAU, E.; TORREIRO, C. Op. Cit. p. 50.
[7]El mayor éxito de este mecenazgo fue el proyecto de la Nova Cançó.
[8]RIAMBAU p.155.
[9]FANÉS, F. Pere Portabella. Hacia una política del relato cinematográfico. 2008. Madrid.: Errata Naturae. P. 24.
[10]RIAMBAU, E.; TORREIRO, C. Op. Cit. p. 210.
[11]RIAMBAU. P. 210.
[12]HERNÁNDEZ, R. Pere Portabella. Hacia una política del relato cinematográfico. 2008. Madrid. 108.

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