lunes, 23 de diciembre de 2013

Un actor de la historia

Crítica sobre la película ‘El Efecto K. El montador de Stalin’ (Valentí Figueres, 2012) aparecida originalmente en el blog de Contrapicado


El experimento fundacional de la gramática cinematográfica realizado por Lev Kuleshov es el punto de partida conceptual del último trabajo del realizador valenciano Valentí Figueres, centrado en el proceso de apropiación de la Revolución y de la Historia por parte de la figura de Stalin. Si el montador de cine, al unir dos imágenes, altera el significado que cada una de éstas tenía por separado, lo mismo ocurre con las imágenes de la Historia. Aquél que decide de qué modo se combinan estas imágenes es el montador social, tal como define Maxime Stransky, protagonista del film, al líder soviético.
Siguiendo la estela de películas como Tribulation 99: Alien Anomalies Under America (Craig Baldwin, 1992) o Double Take (Johan Grimonprez, 2009), en las que el found footage servía para moldear la Historia bajo los parámetros de la ficción (o, al contrario, para utilizar la ficción para encontrar una relación nueva entre las imágenes, para descubrir estructuras de sentido que hicieran emanar verdades más profundas que las que mostraban las imágenes por separado o articuladas en un discurso convencional), El efecto K. El montador de Stalin es un elaborado tapiz tejido con una gran diversidad de materiales: películas de Eisenstein o Vertov, noticiarios, home movies, sombras chinescas o la recreación del material rodado por Maxime Stransky. La sutura entre esta diversidad de materiales se consigue mediante la música, la voz en off y los efectos de sonido, de forma parecida a como ocurre en el documental expositivo (para utilizar la terminología de Bill Nichols). Sin embargo, el tratamiento narrativo, el montaje, el tono del material rodado expresamente para la película y, sobre todo, el diseño de sonido y un planteamiento de la voz en off que rehúye la voz de Dios para encarnar la palabra del protagonista (una palabra a la que da vida Jordi Boixaderas), nos acercan a un tono lírico, narrativo y más propio de una ficción, aunque con un modo de representación innovador que explora nuevas posibilidades para un cine en primera persona.

La Historia, o, más precisamente, el discurso sobre ésta construido por quien tiene el poder para hacerlo, tiene un papel privilegiado en la narración de la película, pero desde las elipsis de esta narración oficial de la Historia surge una de las mil historias posibles que podrían explicar su desarrollo. Maxime Stransky, cineasta aficionado, amigo de Eisenstein, convencido revolucionario a pesar de su origen noble, se define a sí mismo, en un momento de la película, como un actor de la Historia. Elegido por Stalin por sus contactos y por su afición al cine, que le dan una coartada perfecta para viajar por el mundo y filmar todo aquello que pueda ser de utilidad a la Revolución, Stransky (que en su paso por Hollywood se metamorfosea en Max Ophüls) se convierte en un flâneur que recorre los momentos clave de la primera mitad del siglo XX. Sin embargo, a diferencia del flâneur descrito por Baudelaire, que sólo paseaba y observaba, Stransky toma partido, actúa y moldea la Historia en su papel de brazo ejecutor del omnipotente líder soviético.
Narrativamente, la película se construye a partir de las dualidades y las oposiciones. La dualidad entre dos maneras de entender el cine (el Cine-Ojo, encarnado por Dziga Vertov, vs. el Cine-Dedo, encarnado por Sergei Eisenstein), entre dos concepciones de vida y de sociedad (la comunista vs. la capitalista), entre dos maneras de entender la imagen (usando las palabras de Bertolt Brecht: la imagen como espejo, que refleja la realidad, vs. la imagen como martillo, que la moldea), entre dos maneras de situarse ante la vida (como observador vs. como catalizador), entre dos momentos de la Historia de la Revolución reflejados en su arte (la efervescencia de los años de las vanguardias soviéticas vs. el oscurantismo del realismo socialista bajo la égida de Stalin). Y también entre dos maneras de amar.
El efecto K. El montador de Stalin es una película compleja y no siempre fácil de ver, con reflexiones de fondo sobre la imagen, el cine, el arte o la Historia. Pero es también una película llena de amor, amistad, sueños, ilusiones, melancolía, traiciones y, sobre todo, utopías rotas que en un momento parecieron posibles, pero jamás se llegaron a materializar.

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